La última noche del mundo




En la última noche del mundo la azafata se me acercó con la bebida y algo más que puso sobre mis piernas, no recuerdo si un par de revistas, una manta o sus nalgas menudas.

Durán y los demás también bebían. Creo que todos bebían y acompañaban eso con un ruido festivo que no dejaba oír los motores.Recuerdo haber pensado que casi daba pena todo eso, que era como un torpe intento por cumplir con el último de los lugares comunes en vez de una franca intención de enfiestarse en un despegue.

La azafata me dijo que me pusiera el cinturón o que me lo quitara. Seguramente me ayudó a hacerlo.

Los de la esquina derecha aplaudían y algunos insistían en un ritmo acuoso y febril de manotazos sobre las diminutas mesas. Era delirante y aún me preguntaba cómo era posible viajar así. Para entonces sentía yo la máscara de oxígeno y labial que me supo rojo sobre la boca. Sé que se supone que siempre debe colocárselo uno mismo primero y luego hacerse el héroe... Quise preguntarle a la azafata por los altruistas, pero su oxígeno, cálido y suave, me lo impidió.

Con olor oscilante entre whisky y cerveza me extendió sus brazos Centeno por detrás de la azafata y sólo pude saber quién era al escapársele la cara en un resquicio entre el cabello y los pechos de la aquella. Felicidades, me dijo, embarrándose la lengua en pelos largos y castaños. Un poco de frotación más tarde volvía tambaleante a su lugar con la ufanía de quien ha cumplido la más sagrada de sus obligaciones. Más felicidades vinieron con sus propios olores y estilos. Afortunadamente, quizá el piloto o la música habló de pronto y vi a la azafata subir al pasillo central para darnos una demostración de los procedimientos de seguridad. Casi siempre las eligen bonitas, pensé, siempre he pensado que quizá es para que las vea uno cuando no hay nada interesante en el cielo. Quizá para que los botones junto a la luz tengan sentido.

La azafata terminó de señalar las salidas luciendo muy terriblemente pálida. Cuando vino a mí estaba helada y sentí un impulso a la indiscreción haciéndola sentar de nuevo e invitándola a un sorbo de mezcal ya casi sin hielo. Lo cierto es que me dejó de importar el ruido, las luces, las caras aturdidas de alegría alrededor. Tenía que ayudarla; languidecía. Me dijo que se quería recostar y la acompañé cuidando que no desmayara por el camino. Entró en calor hasta que al parecer sudó y su sonrisa me advirtío que se sentía mejor. El viaje estaba a punto de terminar. Abajo todos parecían hormigas; muchos ya se habían ido y algunos jugaban con sus seis patas por el piso.

Llegando al auto, mi hermano Josué me recordó que él tenía las llaves. Condujo mientras me decía algo de tomar una ducha antes de acostarme. Mencionó a Alex cuando yo hablé algo de la azafata. ¡Ya mano, pinche costumbre tuya de decirle azafatas a las putas! Mañana te casas, ¿qué pensarías si Alex te hiciera lo mismo? Me dijo mientras apagó el carro también. Habíamos llegado antes de que yo lo notara. En silencio, como un cigarrillo que se extingue solitario, me di cuenta de que había terminado el viaje, de que subir mi ventana mientras la noche y las luces de la calle se quedaban fuera era como ir soñando que alguna azafata perdía el vuelo y los clientes, que algún avión las alas y que el mundo su última noche.

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