Después, luego
La
plastilina siempre fue una malnacida hija de perro, no hacía sino bailotear, restregarse
por entre mi dedos, flácida, grumosa e indefinible; argamasa imposible de
pacotilla y efímera en forma, ni fluida ni rígida, sólo tensa e insulsa.
Maldita. No susurraba nada concreto para ser hecha. Era apenas un algo
escuálido, como en ridícula sombra de un algo más, una cosa en la más arcana
concepción de la palabra. ¿Quién tuvo a mal complicarnos la existencia al
vomitar tan triste cosa al mundo? Tuvo que ser hija bastarda de algún dios
encabronado, fruto de alguna mala broma y del tiempo perdido en tratar de
entenderla. No pude descifrar su voz ni la idea así que aparentaba esgrimir su
combable baba de momentos. Siempre me tuvo insatisfecho, incluso en los restos de
ella asidos a mí, no era ni la asepsia una solución para su cáncer. Era
demasiada para pasarla por alto; podía uno tratar de ignorarla pero sólo eso,
tratar. Sería imposible no verla sosteniendo los puentes, las filas desaforadas
de casitas y pasos a desnivelarse; notas casuales de su redoble eran hallarla
en el teatro bajo cualquier asiento, revuelta acaso con sospechosos cabellos o
cualquier orto componente digno de la más fina grosería disponible a la mano, y
por supuesto a la nalgas. No dejaba de ser terriblemente común atravesarse con
ella en la calle sin siquiera notarlo y llevarla de paseo bajo los zapatos.
Cuántas veces no me pregunté si la muy enferma perseguía algo como una acumulación
millas, kilómetros o pasos, dado que cada trozo de ella tendría
su buenos millares a cuestas, acostada, sentada, rebanada, asoleada y alunada.
¿Le gustaría la música? ¿Sabría de las noches en que el sueño simplemente no
llega? No recuerdo qué tanto desvarié por culpa suya. Sudaba, me dijo una vez
un conocido. ¿Sudaba? No me sorprendería que lo hiciese, aunque no llegué a verlo
ni una sola vez. Como en todo, su momento llegó: en mala hora decidiste
aborrecerla, dijo mi familia. Al menos eso pensaron cuando los extranjeros de
siempre la vieron con ojos de negocio (para este caso, de ojos bien pinche
cerraditos pero con bocas de lo más abiertas) y yo no tenía un céntimo de ella.
Ni modo. Los orientales se llevaron a punta de billetes hasta el último gramo
visible. Alguien, oímos Mariota y yo en la radio, allá en la tierra caliente
cubicó luego después cómo extraerla de los rayos solares, una sencilla pero
confusa alquimia. Llenas nuestra calles de millonarios (sí, somos el desecho
despreciable de lo discursos holgazanes y grandiosos de todo progreso), salidos
incluso de la más ciega alcantarilla, los billetes de baja denominación se nos
acumulan ahora en la grietas de cualquier pavimento barriobajero y hasta
montañitas se han visto por ahí de los lomeríos, de donde viene continuamente
esa nueva camada de caras que nos pululan, abastantándose más cada día. Nadie
sabe para dónde va la cosa. Yo no he visto plastilina en un montón de tiempo,
y de eso no me puedo quejar, pero las billetizas callejeras comienzan a asfixiarme
desde que me encontré un par de billetines en la axila diestra hace poco; aclaro,
si se tratara de moscas o abejas nacidas de mí, la cosa me daría igual, pero
así... He pensado en poner una veladora de cabeza para que otros fuereños
desquiciados vengan con que es negocio llevarse todo el dinero desparramado, o no
sé, algo así, pero algo. Mientras hay que joderse. Mariota dice que la vida es
así, y yo no entiendo si piensa lo que yo, si así como la plastilina, malnacida
e hija de perro, una poca de mierda embarrada en los dedos.
Comentarios
Publicar un comentario