Guinda 99
Era
imposible que fuese la misma persona que había entrado minutos antes por la
puerta, la que por fuera dice jale y desde aquí empuje. No podía ser la misma
abstracción hecha olvido, sin posibilidad de recobrar eso que el temporal
espejo me reveló como yo. El chaleco me lo había roto unos días antes, lo
recuerdo bien, al salir de la lavandería cuando se enganchó en aquella valla
metálica y sin verlo seguí caminando. El descosido comienza a ser demasiado notorio,
hoy Julia me ha hecho cara de extrañeza al percibirlo. No quiero comenzar con
esas estupideces de mi historia es realmente interesante, tienes que oírla
toda, amigo. No. Voy a contarla porque se me antoja y no porque crea que puede
resultar apetecible para alguno. Estoy ahí, ese espejo me muestra. Carajo,
¿nunca te has fijado en lo saludables que lucen los espejos? Lo jodido siempre
es uno. En fin que entré por unas gafas de las que llaman de aviador; no soy
aviador pero me supongo que tampoco es un crimen comprarlas sin serlo. El destino del mundo sufrió una sacudida
cuando le puse en la mano al cajero ese billete. ¿Qué pasó exactamente? No
tengo una puta idea, pero algo como el recuerdo de un enorme olvido me ha
atacado justo ahora, a la salida del establecimiento. La puerta me dice
“empuje” y por un instante he dudado si contestarle. No siento remordimiento
alguno de nombrar mundo a mi fea y particular vida; aprendí el solipsismo desde
hace tiempo, en el maltrecho libro de un colega que hace años no veo, era
genial el término, aunque aún no acabo de comprenderlo del todo. Alguien me
toca el hombro, lo siento pero no me muevo. La estupefacción me durará otras
tres personas que quieran pasar mientras bloqueo la salida-entrada con la boca
abierta ante la imagen que el sol hace de mí. Hace mucho frío afuera, no sabría
decir en grados, pero le apunto a algo regular, decimal, 10 bajo cero, la
escarcha concuerda con mi pensamiento. La mujer se ha atravesado tras
insultarme y ha salido. Desde aquí puedo verla dirigirse a su auto, es el Cadillac
blanco del otro lado, hay alguien con ella, un hombre, hablan rápidamente y el
sujeto parece querer salir, no sé si a romperme la cara o algo así. Ella lo tranquiliza,
o eso me parece, y oh, vaya, le planta un beso en la boca. Bien podría ser su
madre. Una mujer baja de un sedán algo viejo en color guinda, apuesto a que es
anterior al dos mil, quizá noventa y nueve. Por alguna razón se me hace conocida,
y el suéter que se carga me recuerda al domingo. Estuve en el supermercado,
llevaba de nuevo el chaleco porque el frío era descomunal. Julia traía un suéter
tejido, de esos que a veces le pido usar sin brasier, pero llevaba ropa debajo,
por el clima. Nos sentamos en el café de la tienda y pedimos dos expresos,
bueno, no. Yo pedí un expreso, ella pidió uno de esos que traen dibujitos con
la espuma, era una flor que se le quedó como un bigote dulce. ¡Cómo fastidian!
Desearía tener palabras a la mano para callarlos y mandarlos a chingar a su
madre. Ahora ha sido uno de los encargadetes, con gorra roja y chamarra negra,
mala combinación para uniforme de béisbol. Pos suerte ellos no juegan béisbol
sino sólo quemados. Es verdad, se me helan las manos. A ver dónde me dejé esos
guantes… La mujer del guinda 99 entra, la miro. Sonrío. Hola Julia, digo.
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