En un sitio de paso
Vendía envoltorios oblongos, texturizados en hoja de
plátano, sus tamales eran artesanías acabadas en una manteca felizmente animal.
Me sonreí al notar que le importaba un pepino usar platos de hieloseco y vender
ese ígneo café en vasitos de unicel. Cada pedido llevaba implícita una parte de
autoservicio, era una especie de hágalo usted mismo obtener el
tenedor del interior del triciclo o las moribundas servilletas de papel. Las
frialdades de los contornos de la estación parecían limitar la cantidad de
palabras por comprador, casi como en fila rápida: umas 15 palabras o menos, y
sin embargo no faltaban osados atrevidos a charlar. De no haberse quedado sin
cambio jamás habría encontrado yo cómo hurgar en el alma de su carro de
tamales, ver las tenazas que usaba como manos o percibirle los ojos
persignadores secretos de cada centavo. Nunca su olor me habría revelado
la tierra tan viva y coloreada en el ambiente tan tercamente inhóspito de las
cuatro de la mañana cuando los ruiseñores, o lo que sean, cantan posados en la
obscuridad de las ramas ausentes, bajo estrellas quizá enfundadas en esos
densos algodones migratorios. Nunca habría podido entrever la quietud del amor
que se ejecuta en el silencio de un jacal todo surcado de hijos, el beso a la
media noche que lo despide para recibirlo con el comal caliente al despuntar el
alba, una esposa tan suya pero tan propiedad de los hijos en las horas de luz,
en las horas de campo y el trabajo de milpa. Las tardes silenciosas de amasado
en ese aire cargado en olores de chipilín y otras yerbas, de la crudeza de una
masa todavía a medio colar, y las hojas de plátano entretejidas en aromas de
leña. El amarrado sutil y misterioso puesto a punto por las manos de ella,
manos que tan bien le conocen los callos y el pelo, y su espalda y sus nalgas y
el calor de su sabor moreno. El hombre volvió sin éxito y con los ojos oscuros
atravesados en bostezos. Mi reacción, despierto ante ese raro y humeante
espejo, fue darle el cambio exacto que tenía de por sí en la billetera,
llevarme el otro billete y también el magma negro en el vasito de unicel para
derramarlo piadosamente sobre la primera piedra que tuve a bien pisar.
"Leonor", no pude evitar pensar, se llama Leonor y está envuelta en
mantas pensando en él, imaginando a alguien como yo, un rostro ajeno y sin
importancia, que por primera vez acierta al adivinarle el nombre. La bocina
esfuma todas las magias, salvo el picante de la salsa de los tamales, y el
viaje prosigue, con el olor de las manos de Leonor en mis fauces en sus tamales
en sus hojas de plátano en las tenazas que hacen las veces de manos en Ramiro
en su triciclo en la salida de la terminal en plena madrugada en un sitio de
paso en un hipo que ya casi me da miedo.
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