Seis mil veces


El mar, ese lamento sembrado en navíos, se mecía como presumiendo tener todo el tiempo a merced de su viento y sus olas. Y sin embargo era él quien se movía, no aquellas aguas de intestinos azules.

A cambio de leerle las suelas, cualquiera podría saber su nombre si llevara los zapatos que usó por cuatro años en la lejana escuela primaria, antes de que los pies comenzaran a crecerle sin parar durante diez años seguidos. Pero entonces no era nadie sino sólo un niño que sabía escribir con marcadores de tinta imborrable. Vaya cosa. Era como una idea algo absurda llevarse el nombre en los pies para nomás ir acentuándose el anonimato. Podría decirse que ahora ya era alguien, a cambio de lo cual parecía estar obligado a llevar en esos momentos zapatos de colores horrendos como tristes cohetes condenados a destellar bajo luz de día. Ahora no cabía el lujo de fraternizar con más tintas que las admitidas en los talones de cambio.

Vio los rostros fusionados de varios personajes en un mural sin contornos. Siempre le ha parecido ver que cada cara palpaba sus límites en las otras, como la sensación de meter los dedos entre dos cojines y depender por entero del toque para mirar ese resquicio. Quizá por hablar de zapatos debió pensar en lo ermitaño de sus dedos, que hasta enfundados en sandalias lucían como partes de un organismo con bordes más cuadrados que él.

Vio los estiramientos de las palmeras cautivas por la brisa y el olor de la sal y el color sonámbulo del viento. Trató de acelerar el paso, pero las tres cuadras insistían en no doblegar sus distancias. El impase lo obligó a  ralentizar los pasos antes de comenzar el trote y así, con el rumbo y la edad cabizbaja en ritmo de los pies, siguió caminando.

A uno se le tiene que desmayar el alma, había pensado unas seis mil veces desde la vez que escuchó a alguien -ya no recordaba quién- decirlo. Era precisamente lo que debía decirse ante el escenario del  prodigioso pomelo suspendido entre nubes rosa y la inmerecida fama de sus esplendores, pormenorizados y anotados en film y silicio desde siempre.

Una vez más intentó removerse la cadencia sosa de encima. Estiró la pierna más rápido pero ella se detuvo a esperar a su contraparte. Supuso que era la edad que le propinaba voluntad individual a las extremidades, como si en un arrebato el alma, o una parte se le hubiese ido a ellas. Esta vez ni el soplo asido a su oído como pulpo con instintos suicidas fue suficiente para evitarle la desgracia. Justo después de otearse famélico los pies se dio cuenta de haberlo hecho en busca de algún rastro de alma. "Se le fue el alma a los pies" como inevitable referencia le había conducido hasta allá. Supuso también que había visto tantas veces los logos en los tenis que era normal haberlos olvidado.

Con el inicio de la tercera y última cuadra llegó la confirmación. "¡Yo cómo voy a tener el alma en los pies!" El silencio terminó cualquier posibilidad de escape en aquel punto, y la salvación se fue quedando entre los ultramarinos y las artes de pesca allá por su costado izquierdo de entonces. "¡Qué va! Si ni alma tienes, o ¿qué? ¿Cuántas veces se te ha desmayado como dices?"

Los pies siguieron empecinados en hacer las cosas a su manera mientras Carlos seguía sin poder pasar de la sensación de amargo que le tensionaba desde las fauces hasta el pecho.

Dudando si sus manos aceptarían exhibirle sus propias palmas a la altura del abdomen, corrió el riesgo y se miró, no buscando almas esquivas esta vez, sino preguntándose por la clase de alimaña que habitaría esa cosa desconocida e interminable que parecía ser su piel. La exploración la detuvo un prodigio que llegó con esa pista de atletismo roja que baña el champán taciturno de esas horas que atosigan y fulminan las almas.

Carlos no supo qué debía decirse en esos momentos, nunca lo había sabido.

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