Hacia abajo

Estaban en un sitio que le pertenecía a los ojos, a las estrellas y a las cosas que vuelan como los pelos de gato sin baba y como los fantasmas de mis sueños. ¿Acaso por eso me pareció siempre que sentían la necesidad de mirarnos hacia abajo?
Papá los trajo un día de verano. Dijo sus nombres y dónde los había encontrado; incluso los comparó con los que tenía su tía Emiliana, a quien veíamos siempre orgullosa y rolliza detrás de una mesa llena de viandas en verbenas y navidades. Nos prometió que eran una maravilla para estar en la casa durante el día. Yo no pude imaginarme cómo se hacía eso, pero todo me pareció sospechoso desde que noté la ausencia de agujeros en sus cajas: se asfixiarían, le advertí a papá, pero él se limitó a reír y decirme que no mientras le explicaba a mamá no sé qué cosas.
Durante una noche fueron invitados en mi habitación. Desde los seis había dejado de dormir con mamá y Sandrita, por lo que ya estaba acostumbrado a las inquietantes paredes conmigo a solas cada noche. Creo que incluso para entonces me empezaba a parecer ridículo asustarme tanto con la sola obscuridad, al grado que solía ser uno de los bravucones que atormentaban a otros chicos si se mostraban sensibles con cosas así. Ya no temía cerrar los ojos y que al abrirlos por casualidad estuviera esa densa penumbra toda desparramada alrededor, coqueteando con mis deditos o susurrándole zumbidos tontos a mi nariz. Ya no tanto.
Papá había dicho que cada uno quedaría finalmente en una habitación, y a mí me gustó la idea de no volver a pasarme las noches solo bajo ese manto que imponían las gruesas cortinas de la noche.
Supongo que la primera vez la pasaron en la sala, apilados tal vez junto a una pared. Al día siguiente cuando volví de la escuela no pude hallarlos. Extrañado, los vi por fin en mi habitación. Me dijeron que ahí quedaría el primero. Yo me limité a querer adivinar cuál de los tres era ese primero que se me había prometido. Los miré largo rato con gusto, hasta que me volvió el pensamiento de la asfixia y casi perforé las cajas. Respiré hondísimo, desistí y fui a comer; me entretuve bastante lejos de mi alcoba esa tarde, jugando con Sandra y escuchando la radio después de hacer la tarea.
A la hora de dormir no pude cerrar los ojos. Me pareció que el silencio era agobiante, me preocupaba casi tanto como la vez que mama me enseñó a asegurarnos que Sandrita dormía poniéndole un espejo para ver su diminuta respiración. Varias veces después de revolverme en la cama sin poder pegar los ojos fue cuando los oí. No sabía de cuál de los cartones venía el sonido, pero cada cierto tiempo volvía. Era como un pequeño chillido de bichito asustado; al principio me pareció desigual. Me bajé de la cama y fui hasta la esquina de la habitación a tientas. No sé por qué me daba la impresión que necesité muchos pasos para llegar hasta ahí. Toqué las tres cajas y apliqué el oído en cada una. No lograba escuchar nada pero se me ocurrió prender la luz. Fui buscando el apagador en la pared con la mano, pero no lo encontré en un buen rato. Hasta llegué a pensar que le había dado la vuelta a la habitación un par de veces cuando mis manos llegaron al recuadro amarillo y el milagro de la luz se hizo tan grande como si un trozo de día se hubiera quedado preso allí.
Al amanecer papá me despertó, se le veía cierta molestia en la cara. Me dijo que debía haberme ahorrado la broma. No entendí a qué se refería hasta que vi las cajas con varios agujeros en los costados y junto a ellas mi lápiz escolar y mi mochila. Me disculpé pero no lograba recordar nada más que quedarme atontado como un bicho de lluvia viendo la luz cuando la encendí. Cuando me llevó a la escuela, papá me dijo que esa misma tarde estaría el mío propio en mi recámara, y que yo sería quien más lo iba a disfrutar.
Ahí estaba cuando volví. Quieto, muerto como un ahorcado. Miraba turbiamente hacia abajo con la cara tiesa y las patas inertes. Recuerdo claramente la inesperada tristeza y sobrecogimiento que me atraparon al verlo. Ignoro si mi boca abierta o la sola desazón del momento fueron causas de que el tiempo se resistiera a correr hasta la aparición de mamá cuando dijo "Dieguito, estás sudando. ¿Por qué no lo estrenamos ahora?", y le dio vuelta a  ese controlito blanco que yo no había visto antes. El cuerpo empezó a retorcerse, a oscilar ligeramente y zumbar; de sus patas se desprendía un aire frío que mutilaba los gránulos de sudor en mi frente. "Se siente bien, ¿no?" Dijo antes que Sandra llorara y tuviera que irse y dejarme solo otra vez. Sé que la puerta se cerró, pero no recuerdo si fui yo o ella. Yo me acosté como si un peso enorme me derrumbara los huesos y el foco de la angustia se me fuera perdiendo entre la sensación culpable enclavada en mis ojos, meros charcos henchidos de agua que veían las patas planas ir y venir y venir y venir y venir y venir y venir.

Comentarios

Entradas populares