Yo nunca he hecho nada



Yo nunca he hecho nada, y no es que no haya querido, sino que siempre hubo algo. No tengo más amantes que mis tristes manos. No es culpa mía, lo juro: es culpa de mis malditos ojos. Ya no subo a los autobuses ni a los trenes sin gafas, no soporto la posibilidad de sostener sus miradas de perdidas, ni las llenas de ilusión, ni las huecas, ni las turbias y menos las lúbricas. Supongo que de alguna forma merezco el aislamiento en que estoy, pero no entiendo cómo empezó todo. Tuve una madre como cualquiera, pero ni ella me soportaba según veo; crecí con una nodriza y luego me fui a la escuela. Mis maestras me mimaban, yo pienso que ni ellas ni yo sabíamos por qué, pero los demás me odiaban por eso. Mamá siempre leía y a veces tocaba el violín o el piano en hermosas melodías, siempre sin mirarme, sin atreverse verme los ojos. He pensado, desde que murió, que se ha librado de tener que evitar mirarme todo el tiempo.
Nunca les he dicho nada. No les dije nada para que hicieran lo que hacen. Incluso he huido de ellas, y tras tantas mudanzas puedo decir que no ha funcionado. Siempre me hallan, vienen y quieren lo mismo de mí; quieren mirarme… bueno, más bien quieren que las mire. Culpo y he culpado a mis ojos desde hace años. Los detesto desde la vez que esa chica Ariana, se fijó en mí y me detuvo luego de clases en la secundaria para hablar conmigo. Me miró largo y empezó a hablar de mis ojos grises, dijo que le daban una tristeza indescriptible y quiso besarme. Era yo aún muy joven y me dejé hacer, lo cierto es que en cierta forma ansiaba besar y ser besado, pero luego Ariana lloró y, extrañamente, en medio de su llanto empezó a consolarme. No supe qué pensar, pero algo me instó a alejarme. Ella me dejó unas monedas en la mano y la expresión boquiabierta de quien dista mucho de cualquier entendimiento. Ella fue la primera.
Decidí usar gafas para encubrir mis ojos, pensando que eran una eterna fuente de lástima en las chicas. Para esto tuve que soportar una docena de escenas similares a la de Ariana. Luego del suceso las muchachas no soportaban verme y me eludían. Al menos esa parte era reconfortante y no tuve que lidiar con las mismas. Apenas comenzaba a entender la dimensión de mi desdicha. En la óptica, el dependiente era un chico, por lo que pude estar más tranquilo mientras compraba los lentes, hasta el momento en que me iban a tomar la medición de la graduación; llegó una doctora, jefa del joven, y ella me aplicó el examen de visión. Supuse que era parte de su trabajo examinar, como lo hizo, mis ojos a detalle, y aún creo que no me equivocaba en eso. Lo inusual fue que me siguiera a casa y que, aprovechando mi desconcierto al abrirle la puerta, entrara. Sin saber cómo reaccionar, me paralicé mientras ella me depositaba con cuidado en un sillón y comenzaba a hablar no sé qué y a desvestirse. Desde luego mi excitación no tardó en hacerse visible en mi entrepierna, pero la mujer, ya desnuda, se me aproximó y como si quisiera susurrarme algo se acercó a mi oreja derecha. Me dio un beso en la mejilla y sollozó mientras se alejaba. Seguía desnuda y realmente era atractiva, aunque me descorazonó de tal modo que no pude sino entristecerme. No le dije nada. No atiné a hacer nada. La miré sintiendo sus lágrimas, imaginando su historia, los motivos que la llevaron a seguirme, a hacer todo ese teatro y hasta me pregunté si no estaría chiflada. Se vistió luego de secarse las lágrimas y sonarse la nariz. Salió sin ayuda mía y me dejó solo. Hallé algún dinero donde estuvieron sus ropas. Nunca me expliqué qué quería y esperaba no tener que pasar por todo eso otra vez. Me equivoqué profundamente. Más y más mujeres llegaron a verme en condiciones parecidas, algunas eran bellas, otras feas, unas jóvenes y otras maduras, viejas, enanas, altas, gordas, flacas… me di cuenta de que con esa constante procesión me iba bien con el dinero. No todas dejaban lo mismo, pero parecían fijar ellas mismas la tarifa de mi contemplación. En general no solían tardar más de unos veinte minutos, pero unas cuantas lloraron por casi una hora antes de tranquilizarse. Creo que un par trataron de decir algo, de variar la rutina, digamos, pero fue en vano. A ninguna de ellas le dije nada. Acostumbré tener en casa botellas de agua y pañuelos para proveer a mis “clientas”, y llegué a cambiar los cerrojos de la casa para que pudieran irse sin complicarse por la cerradura original (que era un lío).
Pasaron algunos meses y a papá le llegaron chismes de mi “desfile de amoríos” por alguna lengua por demás inquieta. Convencido de lo que le habían dicho me echó de la casa y según supe se pasó a vivir allí. Al parecer tuvo que implementar sistemas de seguridad rigurosos, pues algunas mujeres seguían yendo a verme. He escuchado también que él sí tuvo afectos con algunas de ellas. Me alegro por papá, tan solito él por años luego de la partida de mi madre…
En parte, tuve tantas mudanzas por el inevitable escándalo que era atender entre diez y treinta mujeres por día. He pensado que en general los hombres son bastante más estúpidos y menos realistas que ellas... Son ellos quienes me suelen creer amante de tantas. ¡Como hubiera alguien con tantas ganas y fuerza sexual! No pocas veces me han golpeado o enviado mensajes amenazadores por “andarme comiendo/follando/cogiendo” a la mujer de algún fulano. Ya he dejado de responder a esos mensajes, mucho menos he vuelto a intentar tratar de explicarlo, y principalmente porque yo mismo ignoro qué es lo que pasa, además que con tanta visita nadie se atrevería a creerme virgen, como en efecto lo soy. En ciertos periodos me he sentido sucio o vacío y me he cambiado de ciudad (y hasta un par de veces, de país), pero las cosas siguen su curso y vuelven a merodear esos tristes seres por mi residencia. Vienen, se desnudan, las contemplo, lloran, y se van dejándome algún pago. Lo considero como una ley natural que no puedo evadir. En mis ratos libres hago análisis estadístico e incluso busco fundaciones para donar algunos fondos. El dinero, como dije, no cesa de llegar, porque ellas siempre me encuentran.
Salgo a caminar y a dar paseos a menudo, ya que suele ser la única forma de evitar encontrarlas en casa. Nunca me han robado nada demasiado importante de todos modos, y hay días en que no tengo ganas de verlas. Aun así, debo ser cuidadoso con los hombres que no alcanzan a imaginar el suceso diario que llamo vida, debo evitar que me vea a los ojos mucha gente: las señoritas, las damas, las putas, las vendedoras de diarios, de tamales, las taxistas y las conductoras de autobús, las cajeras de las tiendas y de los bancos, las sobrecargo, las policías, las doctoras, las edecanes, las meseras, las bibliotecarias, las dependientes de las tiendas de videos, las de las taquillas del cine y las mendigas, las que insisten con flores en las avenidas, las que se cruza uno en los pasillos de los teatros, las que llevan a sus hijos al colegio, las que van en grupos a clases de danza, las que atiborran los cafés y los bares en los días de paga, las que venden chicles metidas en faldas de lana negra, las que tropiezan con uno por casualidad, las de tacones altos, las que buscan, con sus curvas, que les inviten copas; las de medias y las de aspecto hombruno, las que cierran las calles para construcciones o días de santos, las que tienen un miedo horrendo arraigado en los ojos, las coquetas, las enojonas y las audaces, las que buscan amor y las que a veces creen que lo han encontrado en uno... hay que tener sumo cuidado; esas regresan.

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