EL VALS DE LAS CACEROLAS


Mamá Carmen tuvo un deseo inusual por aquel tiempo. Quería subirse a un avión para saber de qué color era el cielo desde allá arriba y cómo se vería la tierra aquí abajo. Nadie la pudo convencer de que sería el mismo color, que la tierra era insulsa de tan igual en todos lados, o de que para subirse a un avión hacía falta un destino. Se había pasado la vida viendo, desde su patio, aterrizar y despegar esas naves de acero día tras día. Hombre, decía, nada más quiero verlo, no me importa a dónde me lleven. Para su suerte, los aviones que salían del aeropuerto de la ciudad sólo tenían un destino, la capital.

Lena salió al patio como una ráfaga de primavera en aquel febrero. Bajo el gran árbol, mamá Carmita esperaba algún despegue tal vez, y al verla, le contó por enésima vez sus anhelos celestes. El gran ramón pareció mover apacible sus ramitas y hojas con la brisa fresca invernal, y hasta los cinco perritos pausaron sus juegos viendo a la chica llevar a su abuela hasta la casa.

Esa tarde llegó una neblina que las cabañuelas no habían logrado predecir, y un viento gélido recorrió la tórrida ciudad, que descendió a menos de los dos grados. Esa misma tarde mamá Carmita hacía la siesta abrigada sólo con el chal grisáceo que Lena le había puesto antes de meterla a la casa e irse al trabajo. No se volvió a hablar de aviones o de colores o de cielos, pero algunos diarios reportaron un sinfín de avecillas muertas en diversos parques, y luego una gran plaga de bichos voladores que se azotaban contra cada puerta, ventana y bombilla de la pequeña ciudad.

Lena y sus tías Rosario y Fátima no se habían reunido desde el cumpleaños de mamá Carmen, el agosto anterior, sin embargo, ahí estaban, en pleno diecisiete, en febrero, juntas en duelo. Las primas de Lena, Charito, Dulce y Rosa, y sus primos, Josué y Genaro, tampoco habían pasado tanto tiempo juntos desde que eran niños. La gente estuvo en la casa para los rezos, y un día más, pero al final todo volvió a la normalidad. O casi. Lena estaba, como antes lo había estado, al amparo de nadie. Como cuando su madre, Alma, falleció y ella se había quedado huérfana a los cinco años, justo cuando empezó a vivir con su abuela Carmen. Y ahora, a sus 32 años de edad volvía a estar sola. Lena era sólo ella misma, Elena, sin pareja, sin familia en casa, que era decir sin su madre, su abuelita.

Lena dejó de ir al trabajo unos días. En la imprenta no le dijeron nada. Al quinto día se aburrió de la casa, del ramón, de los perros, y de su propio llanto, y se fue al trabajo otra vez. Al día siguiente tuvo menos llanto y un poco más de aburrimiento. Al día siguiente otro tanto, y al siguiente lo mismo. Cada vez lloraba menos, pero sentía su casa cada vez menos su hogar.

Así, llegó abril. Decidió empezar entonces a revisar los inacabables escondrijos de recuerdos de mamá Carmita. Empezó por el tocador grande, el de caoba y detalles de latón. Encontró peines rotos, alfileres e hilo, lentes viejos y hasta una prótesis dental olvidada quizá desde hacía una década. Siguió con el ropero azul que tenía grabados orientales y luego con el blanco, que recordaba que mamá Carmen siempre decía que era de pino. Se preguntó cuánta ropa habría guardado su abuela sin haber usado jamás, porque habían telas que parecían nunca haber sido usadas. Tal vez, pensó, al final a mamá Carmen le quedaba tan poco espacio en sus roperos como entre los recuerdos de su memoria y por eso se le olvidaba casi todo de su día a día.

Decidió que debía hablar con sus tías de las cosas de la abuela. Les mandó un telegrama igual que la vez anterior, y pensó en quizás comprar algún día un teléfono, pero luego no supo a quién llamaría luego de aclarar lo de las cosas de la abuela, incluso se sintió algo tonta al pensar que debería aprenderlo para dárselo a otras personas, pero que ella nunca marcaría ese número; después de todo, quién, además de ella, lo iría a contestar.

La gente regresó, pero poco a poco. Llegaron Charito y su esposo Miguel con una camioneta y se llevaron varios muebles. La tía Fátima llegó con sus hijos y se llevaron vajillas y las ropas que les parecieron útiles, un par de fotos y retratos que estaban enmarcados en las paredes y sólo le echó una bendición apresurada a Lena antes de irse.

Lena empezó a juntar cosas en una maleta vieja pero buena que encontró debajo de unas mantas de cama. Pensó que quizá era como una especie de consuelo ante lo desconocido y vacío en el nuevo aspecto de la vieja casona, sin fotos en las paredes, sin muebles en la sala, sin la colección de bailarinas de porcelana de la abuela, que nunca supo quién se había llevado o si se quedó guardada en la maleta que ella misma había hecho.

Se quedó así, sola de nuevo, y más silenciosa, en una casa donde el vacío hacía eco en cada rincón. Aburrida, recordó el teléfono y fue a una tienda por mera curiosidad o tal vez por mero impulso, pero más que el teléfono, le gustó un aparato de radio.

En la casa vacía, el sonido del aparato de radio parecía, de manera sorprendente, llenar los espacios y como ir dibujando formas que sugerían vidas que en esa casa nunca habían sido, o por lo menos, no aún. Se acordaba de la consola de discos de vinilo que alguna vez tuvo la abuela pero que se había convertido en mesa luego de dejar de funcionar; probablemente Charito se la había llevado. A Lena le dio por cantar algunas canciones, y descubrió que, por encima de todo, a sus oídos les gustaban los valses.

A principios de agosto tuvo la sensación de que debía prepararse para el cumpleaños de la abuela, que era el veintiuno. Tras un par de días de pensar si enviar de nuevo telegramas, consideró que si la gente volvía se llevarían hasta la última cortina, candelabro y bombilla restante. Cuando se descubrió mirando el aparato de radio y la posibilidad de que también quisieran llevárselo, no supo por qué, pero aquella idea sí le molestó. En una especie de cordial arrebato fue regalando y vendiendo ella misma en esos días los despojos de la casa. Barrió, limpió, y hubiera puesto sábanas nuevas sobre los muebles si quedara alguno. Había juntado cierto dinero por las ventas y ahorros de su trabajo. Entonces se le ocurrió comprarse un boleto de avión para la capital con fecha del día veintiuno.

Se acordó del árbol y de los perritos, que ya eran nueve. Pensaba que el árbol viviría más que ella misma o que el mundo entero, por lo que se enfocó en qué hacer con los pequeños perros. Quiso venderlos, pero nadie parecía querer comprarlos. Sólo consiguió regalar dos y luego otros dos, pero por separado. Le quedaban los cinco originales de cuando vivía la abuela. De algún modo le pareció que esos perros habían empequeñecido. No estaban más flacos, ni más viejos, sino sólo más chicos. Le parecía estúpido pensar que ella fuera la que hubiese crecido; me llamo Elena, no Alicia, solía decirse.

Quedándole dos días para partir, se dedicó a pensar qué hacer. ¿Llevárselos? Imposible. ¿Pagarle a alguien para que los cuidara? Sería inútil. Venderlos o regalarlos había sido en vano. Su único sitio para sentarse eran las piedras al borde del ramón, pues ya no había sillas además de su “cama”, y como dormía sobre un cúmulo de mantas, tampoco había realmente una cama para arrojarse a pensar. El primer día no se le ocurrió nada y sintió una extraña frustración como de ataduras al pasado, a la casa y de alguna forma, por culpa de mamá Carmita. Apenas durmió esa noche.

Su último día antes de partir, despertó temprano entre pesadillas de bichos helados y pájaros tiesos bajo un sol azul. Oyó ladrar a los perros y salió al patio. Había un gato desconocido sobre el tejado. Entonces recordó cuando hacía unos años la abuela había tenido un gato y dos perros solamente. Al gato le daban atún del de lata, pero curiosamente a los perros les encantaba. Tuvo una idea que le sorprendió. Regresó con cinco latas de atún y una latita extra. Ese día no les dio de comer a los perritos.

El día de su partida, desde temprano sintonizó un vals en la radio, y abrió, por primera vez en meses, todas las ventanas que daban al patio. Tomó las cacerolitas donde desde siempre la abuela había dado de comer a los perritos. Cinco porciones en cinco cacerolas, y una lata colocada cuidadosamente en la orilla del tejado.

Los perritos, hambrientos, habían olfateado el atún y movían sus colitas de alegría. Comieron alegres, moviéndose en círculos alrededor de las cacerolas, como en un gracioso vals, muy a tono con la melodía que llenaba la casa. Giraron, giraron y giraron.

Lena estaba sonriente cuando cerró la puerta del patio. Seguía sonriente cuando cerró hasta la última de las ventanas. Sonrió aún cuando decidió que no se llevaría la maleta que había hecho. Todavía sonreía un poco cuando salió a la calle, pero ya no cuando con la radio entre brazos, cerró la puerta, ya sin música. Cambió la risa por una expresión de duda justo en ese instante, cuando empezaba a preguntarse qué color tendría el cielo desde allá arriba.

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