El tigre

Nunca vi al Tigre, tampoco conocí sus encantadores bigotes, nunca supe que era su pesada manaza lo que sobre mí se cernía.
A veces pienso que nadie quiso… y luego lo dejo estar y me voy repitiendo que de todos modos nadie me pudo haber dicho. De usual me lo creo así y ya no voy cuestionando nada. Pero a veces... y no sé por qué lo hago a veces imito su gruñido. ¿Alguna vez has tocado sus bigotes? Ya sé que no se pueden tocar, ¡pero qué cosas digo! A ver… ¿alguna vez te han tocado? A mí sí. Muchas veces, de hecho, y siempre fue antes de saber que lo hacía. Pero era todo tan natural, como tener una mano muerta y saber que en algún sitio esa mano tuya no es ya tu mano, sentir que quieres rascarla pero no es más tu mano; no debes rascarla, no debes ni poder querer rascarla. La idiotez de la memoria, la memoria de la idiotez, o ambas, insisten, te impulsan a rascar cualquier objeto que pase por ella, como un terrible mango de escoba, el manubrio de una bicicleta, la manija de una puerta, una aldaba gruñona o un guante viejo y grasiento de cocina. Pero no debes querer; tu mano que no es tu mano ya, no está allí ni contigo. No te das cuenta de la mentira del recuerdo, es… es tan simple y torvo. Me tocaban como condicionando los modos en que todo ello debía ser ignorado, como el corrugado informe de una envoltura de regalo al momento de desenvolverlo, sólo que esa envoltura sería lo que llaman “la verdad”,  y es la parte del asunto que se desecha, que se rompe, o con la mayor urbanidad se reserva para una mejor ocasión. Me tocaban. No lo recuerdo bien, pero creo que lo sé. Esta clase de cosas, pienso, pueden y de hecho deben afianzarse más en los instintos que en las verdades. En todo caso no sé cuántas verdades hayan despanzurrado sus garras. Hay notables resquicios en los vacíos de lo ocurrido donde me gusta refugiarme a ratos, como sus zarpas. Mi mente logra evocar la claridad entera –sin ser mucha del color interno e interino de sus garras. Y es de lo más lógico, ¿no crees? No en vano la imaginé tantas veces y desde tantos ángulos, pero siempre desde adentro, y en ese preciso instante. Como prueba de mi sinceridad, podría yo hacer lucir la cocina de ese mismo tono, pero le temo al sentimiento de pausa que me daría al cocinar, en los restos que jamás llegarían a las paredes, el desperdicio necesario en las esquinas de cualquier contenedor de pintura, de cualquier botella de gaseosa o sin gas; esa inversión fallida que siempre se cobra el tiempo, el suburbano dios de la basura o el inviolable destino del agua cuyo fin último es ensuciarse. Sé que no toleraría la menor mota de polvo ni telarañas en la cocina si… sí, sería demasiado mi problema constante tos y lloriqueos por el tratamiento matabichos, algo que ni un barniz protector remediaría porque me condenaría quizá a dejar de ver el color real del interior de sus garras de ese momento. Si lo hiciera, si me decidiera, sería sin barniz. ¿Lo ves? Estoy condenado a lo real, de momento. ¿Has visto los rastros inexplicablemente rojos que llegan de vez en cuando en el correo? Verás, yo recibo cartas todavía; mis recibos y las cuentas del banco llegan siempre impecables, como verduras después de la tarja o carros antes de las ganas de calle. Los mensajes que no me han sido destinados por un ordenador llevan todos estas manchas que a menudo trato de no llamar sanguinolentas. Unas me han llegado suaves, otras no ya manchadas sino como sumergidas en ese rojo tan a medio camino de un ámbar oscuro y un champaña rosa de alguna añada vulgar. El papel de otra estaba ya seco pero con barrocos pliegues, como una gola más fanfarrona que exacta. ¡Vieras que leer así es casi beberse o jugar una sopa de letras! Una más era literalmente una costra, mi abrecartas se impregnó con ese polvillo rojizo que me hizo pensar en Marte, y luego en que la diferencia entre aquel y nuestra roca no es tan mayúscula. Quizá –aventuré vivamos tan solo ignorando que los demás planetas y el universo entero sean ya propiedad privada. Quién lo sabe, ¡con tantas subastas! Supongo que es más útil adquirir un rancho con distancias siderales por cerco, y preinstaladas además, que comprarse una isla o peor aún, mandar hacerla. Mi duda, mientras leía, fue cómo se llamarían aquellos terratenientes, ¿planetanientes? Ignoro cuántos Country y Yatch Clubes existirán fuera de este fronterizo lugar. Algo irónico, pensé sonriendo, sería que el manejo de Marte estuviera en números rojos… la risa se me detuvo en un irisado carmín; no supe si el pinchazo lo hice yo, el abrecartas indiscreto, o el silencio todo.  Polvillo aun a cuestas, la navaja fluía lenta bajo el viviente rojo, aunque yo pensé que fue al revés. Quizá fue uno de sus caninos, uno de sus increíblemente felinos caninos.
Apuesto a que has mirado algo y de pronto quieres ver algo más, quizá cercano a lo primero y pese a la clara idea de tu intención de mirar al segundo objeto tus ojos se vuelven como idiotas, sin alcanzar esa segunda cosa, como si de pronto la distancia fuese tan enorme como para no librarse a golpe de vista, como impedida de su primordial posibilidad desde algo cercano a la voluntad, o indefectiblemente revuelto con ella. De pronto todos supimos que a los osos no les gustaba la nieve de fresas, así tampoco los tiburones entablan amistad con la comida o los cocodrilos malcrían a los mininos, pero el tigre lo supo primero; lo supuso o lo tradujo desde el colectivo de alguna enciclopedia maniquea… a veces el sentido de la vida deambula achacoso entre frases desvaídas de tazas para café. Cuando hay suerte cualquier cacharro arroja verdades eternas. Le gustaba rasgar mis calendarios, sobre todo los meses que empezaban en fin de semana, su idea era que así se garantizaban los descansos. Ya era bueno que lo pensara, pienso. Si tan sólo lo hubiese sabido, quizá hubiera dibujado un calendario donde todos los días son sábados, y sin domingos para evitar el riesgo de llantos. Las regaderas tampoco eran lo suyo, podía sentir a menudo el alegre olor de su sexo; mamífero peligroso y con zarpas de cuero, látex negro o algo de Dorian Gray. Prefería cualquier estanque a las lloviznas deprimentes de veintiséis herrumbrantes orificios, creo hasta odiaba que el agua aquella compartiera la liquidez y el desvencijado sabor de la sangre.

No pudo ver un desfile completo sin perder la cabeza, y a decir verdad, ninguno pudo. Yo recuerdo la mía girando entre patadas de más de una ocasión. La ebriedad fue lo de menos en la embriaguez de esas tardes tan asquerosamente abundantes de sol. Los boletos del taxi se burlaban siempre, siempre siempre como sonriendo sucios desde sus números, una especie de grotesca y malsana lotería donde las apuestas iban todas contra uno. Y el tigre se iba, se montaba en el taxi, y uno miraba pero no quería ver, y los ojos mentían o debían hacerlo; el tigre no puede irse, no debe, ¡no debía! El tigre gira una muñeca y no la ve uno. Contesta, pero ya no la ve. El tigre pierde su forma, y el suspiro que se la lleva no le deja a uno ni el olor. A mordiscos se traga uno la tarde y con ella una que otra migaja que ya luego se escupirá recuerdo. El golpe llega por detrás. Cara contra el suelo, se la sabe encima, pero nunca se la ve. Se desconocen totalmente sus asfixiantes y tercos y hermosos ojos.

Comentarios

  1. Wow... Muy padre, me encantó tu escrito amigo... Y más esta frase: " a veces el sentido de la vida deambula achacoso entre frases desvaídas de tazas para café. Cuando hay suerte cualquier cacharro arroja verdades eternas". Muy bueno. Espero poder leer más escritos de ti.

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