Mi vida con ella
Comenzamos cuando yo rondaba
los quince y ella los cuarenta. Un poco de experiencia -que no tenía- me habría
facilitado prever las complicaciones de una relación así, más aún siendo ella
como es y yo como dicen que soy. Es casi un secreto a voces que mientras de más
edad son ellas mejores experiencias puede uno esperar, aunque hay límites en
todas las variantes, sospecho; los cuadrantes de posibilidades no se pueden
extender indefinidamente, y todavía me pregunto, sin osar responderme, en qué
parte de la rueda se ha situado las más de las veces mi situación con ella.
No fue amor a primera vista en
definitiva, me la presentaron casi por la fuerza, o no. No sé. Me la vendieron
en bandeja de plata y fui fácil presa de sus seducciones. Quizá demasiado fácil
y no tan excesivamente preso. Me hallé de pronto en un entramado donde mi vida
anterior, y aún las vidas que sólo atisbé desde ajenos recuerdos, formaban un
bastante lóbrego tamiz con mi presente. El tiempo me mintió a su lado, y dos
años se me fueron de las manos. ¡Ja! Como el agua termina por perderse del
cuenco hecho de cualquier palma hecha de manos. Las sombras de las tardes de
domingo reinterpretaban cada tono del naranja en matices pesadillezcos. Tuve
los miedos infames de un pequeñuelo en plena faena por volverme hombre. Por
entonces ella quiso abalanzarse como en boreal enmienda a dictarme qué hacer,
sublimemente apoyada en la razón y sus ciencias secuaces. La odié por intervalos
crecientes, física, psicológica, matemática... Insana y razonablemente la odié.
Abrí los ojos a un día súbito y claro, y supe que debía dejarla, que debía
contradecirla, profesionalmente, digamos.
Lo hice bien. La dejé, con la
entonces eterna esperanza de no volver a llamarla mía. Su recuerdo estaba bien
resguardado en mí, bajo llaves incomprensibles y códigos que había querido
olvidar por mi propia seguridad. Tuve un fallido amorío, como ella lo previó.
Algo parecido a la satisfacción, o quizá una vehemente forma de gozar mi odio
me motivaba y permitía hasta cierto punto disfrutar mi estado aquel, más que
larva, casi pupa; mi agusanada figura se moldeaba en sus recovecos de no ser,
una definición en negativo. Formas difusas y motas de polvo alimentaron mi ego,
desde lejos, tan lejos de ella, y de todo. El encantador miasma de mis tierras
bajas y su letal aliento humeante no pudieron hacer contra a mi decisión
irreversa. La tierra volvió a hacerse tantas veces que sonaba a cada momento
más y más absurdo pensar en volver a su semilla, regresar a ella o con ella...
Los ribetes espejeados del tiempo han ido confirmando mis canas prematuras y lo
difícil que hallo resistirme a las causas perdidas. Ella seguía ahí, en la
misma ciudad y con casi la misma gente. Su silencio me fue acallando el rencor,
y el hálito de aquella vida extravagante que me proponía creador del todo y
fatuo descubridor de nada. Reduje un penoso atlas atado una colina a mero sueño
bohemio del medio donde en extenuante vigilia desperté. Mi voluntad no pudo
evitar quebrarse tras mentirme tanto a mí mismo, y, desde luego, por atentar
contra aquel oráculo cuyo fatal dedo me apuntara una vez. La tragedia se
consumó como lo hacen todas las tragedias, con una verdad inaudita que no puede
sino finalmente alcanzar salir a flote; una burbuja impedida hasta entonces de
veloz ascenso por esa voraz bocanada de aire. El cataclismo salvó mi fe, y
probablemente mi vida aquel día.
Volví a ella que me esperaba
trasnochada, con aire ausente y el largo y corrido maquillaje de una decepción
ya superada pero sin olvidar. Me abrazó y me soltó al instante. Supe que debía
formalizar las cosas, que esta vez sería tan en serio como jamás cosa alguna lo
fue. Papelicé mi entorno, las causas, las cuentas y las cuotas. Todo cayó en su
preciso lugar. Ningún guijarro tuvo objeciones y la abracé yo, por fin.
Vano es decir que la fui observando
mi prioridad primera, dueña de mis horas y muchos de mis desvelos. Con bastante
melosidad nerviosa fui notando que no había olvidado ella nuestra anterior tragedia;
cierto era que tampoco yo, pero su modo de llamarme era excluyente, incluía una
especie de bíblico recordatorio de mi "traición", de mi abandono de
hacía tantos siglos. Yo ni siquiera pude reconocerme bajo aquel impuesto tatuaje,
su tono jamás fue de desprecio, creo que era lo que yo más sufría. Cuántas
veces pensé en pedir ayuda, ¡cuántas veces me la negué! No se podía reescribir
el Quijote. No todos tenemos tan menárdica dicha, eso no es para cualquiera.
Subí a mi monte y le pregunté al sol lo que sería de él sin sus iluminados...
En realidad quise hacerlo, pero había olvidado por completo cómo entonarme en
clave de sol. Como un queso, fui enhebrando los confusos versos de un poema con
sabor a cemento, las papilas no podían evitar el regusto a cantera y semáforos
en rojo. Pude notar hasta entonces que no importaba dónde, yo era yo como los
pericos siempre verdes, y azules, y rojos, y amarillos y blancos; repetitivo.
Estaba ya irremisiblemente perdido en ella, como embarcado en un crucero sin
memoria, sin derecho de olvido pero con barra libre. El gran susurro de la
suprema nada me sugirió que ningún día era realmente bueno para llamarse buen
día, que las cosas sólo parecen brillar cuando el mundo pasa por nuevo y las
cosas más viejas se presentan en nombres sin usar; la artisteada de algún valor
no puede ser otra que la que se asegura de que todos sus éxitos son rotundos
fracasos; el primer imitador de cualquier triunfo es uno mismo. Me lo dije bajo tus árboles, ¿te acuerdas?
Tan grandes como para albergar cualquier
congregación sin dios, tan altos como para pausar el llanto y drenaje de las
horas, no sé si eones o katunes, no lo sé. Ahí vi nacer esa terrible idea.
Sonreí en cuanto asimilé mis fracasos incipientes como la promesa firme de
cualquier peñasco y su profundo caer.
Loco, a sus espaldas, tracé los
rasgos definitivos de algo que no era poesía; preposiciones y tropos,
metonimias e IPA, todo me lo bebí, todo quise y todo urdí. Perfección, pensé.
¡Ay-ajá! Contestó implacable un sonoro muro de interiores vacíos, como yo. La
iba a ver diario, la soñaba, la vivía, ello fue el colmo de los ánimos, a todo
jugué, y hasta leí y no leí mejor-vendidos mientras le seguí al pie, al pernil
y al glúteo las letras de sus instrucciones. Aprendí el barnizado arte de los
macaronni, vi el país descollarse y columnas humanas perderse en la rectitud y
lejanía de sus causas. No traté siquiera de evitar sentirme la voz inviolada de
aquellos pobres acusadores, a merced de tan cínicos y trajeados acusandos.
Nadie contó las urnas ni las cenizas en ellas; sospechamos que polvo,
enamorado, al menos, no era. Nos ocupamos de limpiar día tras día los
contadores indecentes y las cifras de una guerra que se nos arrebató, es decir,
que era pero que nunca fue, desde el ronco papel que como muchas señales
también vino de lo alto. Fue un claro alivio reconocer que las metrallas, la
sangre, la carne deshecha de tantos y tantas no había sido -dios no lo hubiese
querido- una guerra.
Aprendí
contigo que los bancos son como las puertas que me cerraste por meses, con los
retortijones que todo ello me produjo, con las inconveniencias de tus noes y
síes recónditos pero siempre convenientes o al menos sabios. Me afinqué
contigo, y por si lo has olvidado, solía despertar antes que tú. Recorría tus
sendas matutino e insomne, dubitativo y silencioso te trazaba rutas deapié. Sí,
mis manos te conocieron por donde se pudo, donde te dejabas cuando nadie pasaba
o cuando, aun vestidos, la lluvia nos descubría.
Desde Helena y Armanda, nunca
vi tan claro el episodio de una cierta -tres veces contada- transfiguración.
Llamémosle momento del anuncio, algo que sucede entre meros VIPs y con
aprobación de arriba, cuando se agrega gente a un círculo y ya está, cuando se
comparte la omnipresente, potente y sapiente nube. El momento no importa
demasiado, sino lo encumbrado y acogedor del lugar, unas luces, y por qué no,
un buen surround sound para un HD de los buenos, todo fue sin reparar en
gastos. Reunidos ya, con ella, a ella y desde ella, anunciarnos, que pronto es
ya nuestro tiempo, y el hijo del hombre y la mujer debe partir inevitablemente;
las materias son muchas y la matrícula es poca... Después los avisos de
ocasión, cosas como un dos de febrero, o un dos de octubre... o algo. Salud, amor.
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