Caín
“…maldita
será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu
vida.
Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo.
Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás.”
Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo.
Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás.”
Génesis,
3: 17-19
No
tan lejos del perenne estío, la piel del mundo se empeñaba en ayudar a Caín. No
era obra fácil, ni de lejos; se cumplía poco a poco la maldición dictada por la
fuente de todo amor. Áspera, corría con inusual ligereza entre sus uñas y su cuello.
Sus pies y sus manos regresaban a casa envueltos siempre en esa tierra que lo
acunaba como una loba cualquiera amamantando generaciones enteras. No había
razón para abandonarla, para dejar de sentirla bajo los pies; era blando destino
humano, y algo como venido de ella le decía que ella vería sus restos, que lo
cobijaría eternamente, hechos uno y hechos lo mismo. Le tomó años, día tras día,
entender los intentos de su padre para hacer brotar algo de ella, tan sin
entenderla, sin hablar su lenguaje, tan sin amarla. Poco había logrado el
viejo; su hijo lo superó con creces. La tierra que él trabajaba se volvía
pródiga; cruda y orgullosa, vasta e inquieta, pero agradecida. La sentía casi
como si no estuviese maldita. Su hermano solía mirarlo por horas enteras,
siempre que no se ocupara de sus cabras y ovejas, con los ojos inyectados de
curiosidad, como sin entender el milagro gestándose bajo tierra. Abel acostumbraba
mirar hacia arriba, lloraba con frecuencia y hablaba con su Señor de cosas
varias, de los animales y sus impresiones del mundo. Eran hermanos pero eran
tan distintos como dos copos de nieve, solitarios, distantes y bellos como dos
soles morenos.
Conocía
ya todos los vegetales de su región, y en algún momento los había probado, pero
el día que organizó su ofrenda más de un par de ojos quiso quedarse con la
visión para admirarla siempre, para llevarla consigo. En la misma ocasión, Abel
hizo el sacrificio de un cordero. Al señor le emocionó ver las marcas rojas en
esa ofrenda; pensó en aquel proyecto de pedir a un padre su hijo y luego
demostrar lo bueno que era al rechazar al hijo y ofrecer un animal; ¡sería
estupendo!, ya hasta había practicado el tono de voz para aquel día, tenía la
trampa del bruto en mente, el lugar, el color adecuado de sol, el soplo
perfecto del viento y… Su divagación fue tan profunda que el universo estuvo
tentado a saltarse hasta ese momento, pero su conciencia reanudó el segundo
mismo de la historia de las cosas. Era algo así como una regla estúpida suya;
podía hacer lo que le viniese en gana, pero no le veía sentido a no disfrutar
de cada simple segundo de su tiempo en el tiempo. Nadie podría notarlo, él lo
sabía. Eran las ventajas de ser todopoderoso, nadie… salvo la simiente
recordación de la tierra.
Los
colores todos del mundo decoraban la ofrenda de Caín. Como en desobediencia
esencial y primigenia, los frutos de la tierra eran bellos; concentraban en su
edénica muestra una esperanza ante la maldición antes impuesta. Pensando el
Señor en sus colegas allá en Xibalbá, en Olimpus, en Vaikunthá, en Asgard, y otros
tantos antros, supo que debía mostrarles tamaño logro humano. De mala gana
despidió al muchacho y se frotó las manos. ¡Lo que le envidirarían! Caín no
podía entender. ¿Por qué se había alegrado el Señor ante el sacrificio de Abel
y había rechazado las ofrendas que él le ofrecía? ¿No cumplía él con el castigo
al pie de la letra cuando trabajaba la tierra? ¿No se daba cuenta Dios del
esfuerzo que exigía la siembra? Pensaba todo esto mientras caminaba por el
campo que recién había preparado. El calor no era tan intenso, caminó más lejos
hasta que se sentó bajo la sombra de un árbol apenas viejo y recordó aquella charla
con su madre. Antes, allá al oriente, no usaban vestidos porque la vergüenza no
existía, tampoco existía el trabajo de la tierra, ni el dolor. El mundo,
sonreía ausente Eva, era mejor. Fue antes que la serpiente les hablara del
árbol prohibido. Era simplemente demasiado curioso, cómo el animal podía hablar
con tanta ligereza y pensar de forma tan aguda. “Yo he probado del árbol y no
he muerto”, les explicó, “Dios a veces miente”. Su padre, movido por la
curiosidad, fue hasta el árbol y arrancó un fruto. Lo examinó largo, hasta que
le dio un buen mordisco. Hecho aquello invitó a su mujer. Cuando Dios les
halló, Adán dijo cualquier cosa por salvarse, culpó a Eva y a la serpiente. El
Señor se enfadó. En sus ojos se veía la desconfianza en las palabras del
hombre, pero de todos modos los condenó de forma desigual. Los expulsó y les
prohibió la entrada a su reino. A partir de entonces los miró de lejos y sólo
hasta que los hijos nacieron volvió a hablarles cercanamente.
A
Caín le había costado entender todo eso desde niño, y en mucho tiempo no lo
había pensado, pero al fin comenzaba a creerlo. Un aire algo frío le revolvió
el pelo y él levantó la cara. Abel se acercaba mientras sonreía.
-Debiste
ver el gusto que le dio el cordero.
-Lo
vi.
-Apenas
puedo creer que tan fácil haya sido tener su agrado.
-Lo
sé.
-¿Qué
cosa?
-Le
agradas, hermano.
-Pues
no me alegro aún.
-¿Por
qué dices eso, Abel?
-Soy
más joven que tú, soy de su agrado y me ha prometido que generaciones enteras
recordarán mi nombre.
-¿De
eso hablas con él?
-Sí,
a veces.
-¿No
hablan del perdón de papá y mamá?
-Abel
tiene que pensar en Abel, hermano.
-¡No
lo creo! Has de saber que papá y mamá van a morir un día.
-Sí,
él les advirtió…
-Les
había dicho que morirían el día que comieran del árbol de la ciencia.
-Pero
lo hicieron.
-Pero
no han muerto.
-Pero
sufren.
-Pero
viven aún.
-¿Qué
quieres decir?
-¿Y
si Dios miente a veces, Abel?
-No
puede ser. Él nos creó.
-Nos
dice que creó a papá y de él a mamá. Pero nosotros nacimos de ella.
-No
te entiendo.
-No
somos hijos suyos. Sus manos no nos formaron.
-Calla,
dices mentiras.
-Piénsalo.
Eres un hijo de la carne, los dos lo somos.
Un
golpe del menor derribó al mayor. La tierra probó la sangre de Caín, que ya
conocía. Le susurró que su hermano no entendería, que el muchacho creía
demasiado.
Más
golpes. Abel tomó una roca, Caín unas ramas. Abel falló, Caín atinó. Abel
abajo, Caín arriba.
-¡Escúchame
Abel!
-¡No!
¡Te odio!
¿De
dónde pudo aprender esa palabra tan extraña? Su sonido golpeaba algo interno,
como inalcanzable por cualquier otro medio que el dolor que producía, como si
fuese lo más real de todo en Caín; el dolor dictaba su propia creencia, pensó.
-¿Por
qué tuviste que nacer antes que yo? Él dice que la tierra es tuya por eso. Es
tan absurdo, ¿sabes? ¡Pero le ha gustado mi sacrificio! Mi idea funcionó, y la
próxima vez se olvidará por completo de ti y de papá y de esa maldita…
Caín
entendió de dónde pudo haber venido esa frase “te odio”. Todo tenía sentido, y otra
roca fue más rápida que las palabras de
Abel.
Se
alejó llorando. Era su hermano, después de todo. Iba triste cuando soplaba el
viento otra vez, cálido entonces. Regresaba a casa sin Abel aunque iba cada vez
más tranquilo. Pensó que no recordaba dónde quedó el cuerpo, pero ¿era acaso él
guardián de su hermano?
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