Llanoseco


Al olvidar mi nombre siento comodidades
de lluvia en un paraje donde nunca ha llovido.
Una presencia lluvia con paisaje
y un profundo entonar el olvido.

He olvidado mi nombre
Carlos Pellicer

¡Ana, se va Ana! En medio de su desespero fue a verla y se besaron con la urgencia que las juventudes siempre hallan en el oficio del amor. Iré por ti, le dijo. Iré por ella, se dijo esa noche. Se había quedado por apego y respeto a su padre y porque era la voluntad de Dios. Cuántas veces no había escuchado de los tres años de inundaciones en el Tejabán, que dizque los Pedraza se fueron muy asustados de ahí porque ya les habían avisado las brujas de Cantaloza que alguno de la familia había ofendido al de arriba y eso les había matado casi todo el ganado, las cosechas y hasta a los tatas, los abuelos de don Florencio y sus hermanos.

Costras de luz aduraznada se arrancan de las cosas que mancilla el viento, es la tarde y el azul reclama en silencio. Domingo ve su blanco sombrero bailotear una desesperada danza sobre celosías de estaño, casi guijarros bajo la creciente sombra. Su piel le advierte la proximidad del frío, y su memoria lo desconocido.  Revolotea una presencia algo ajena al viento, fresca, rapaz y plagada de humedades extrañas. Domingo apoyado en su bastón. Domingo de pie. Domingo tras el sombrero. Tras el sombrero blanco la impalpable manaza del vendaval, girando aprisa, el viejo se detiene y alza sus ojos enormes, ojos donde han cabido ochenta y tres años de mundo, y ve la primera gota aterrizar sobre sí. Los ojos vuelven a ver el rostro de don Florencio, su padre, cuando los tíos y sus familias se estaban yendo a Tejabán del río otra vez, a esa distante fantasía de la que siempre decían que era toda agua. Allá en Tabasco, decían.

Un día temprano se fueron. La esposa de Florencio, Martha, acababa de parir y él no quería ver a su hijo morir ahogado, como se lo predijera la Casilda cuando agarró los centavos que él le llevó para que le cantara las suertes. Convenció a todos de salir de ese lugar maldito. Fundaron Llanoseco y consiguieron que les hicieran dos pozos unos gringos que andaban construyendo vías de tren en un municipio ahí cercano. Casi se gastaron todo lo que llevaban, pero se compraron derecho de tierras y pozos; tenían agua, vida y sus manos acostumbradas a trabajar fuerte. El pueblo, que era una aldehuela de chozas grises apiñadas, comenzó a plantar las semillas que se habían traído, y aunque no todas quedaban bien, pronto comenzó a verse el fruto de las labores. La tierra seca engendraba hortalizas decentes con el abasto constante de aquellos pozos. La vida era buena. Dios estaba en paz, y ellos confiaban estar bien con él desde que levantaron la primera capilla. Diez años pasaron en un santiamén. Más gentes habían llegado y hubo que organizarse para empezar a abrir más pozos, pero había espacio para todos. La iglesia ya tenía torre cuando eso. Entonces fue que sonaron las campanas que se habían colocado hasta lo mero alto. El señor cura, don Sanziano, les avisó que tenía noticias de una cosa que se llamaba la revolución. Los Pedraza se pusieron a hablar. La cosa era grave, no habían salido de un infierno de agua para entrar a un infierno de balas. Era cosa mala eso de haberse salido del Tejabán, ahí debían haber resuelto el problema con Dios y no en ese lugar ajeno donde jamás llovía. Domingo los siguió sólo con la vista luego de alcanzar el último árbol del pueblo. Estaba enamorado de Anita, la hija de su tío Guayo. No podía dejar a don Florencio. No pudo.

Llegaron gentes extrañas y comenzaron a llevarse a hombres y muchachos. Su madre lo escondió en un gallinero, junto con los hijos de otras familias. A don Florencio se lo llevaron junto con otros hombres. Los militares no aguantaron tanto la paz del llano y pronto se fueron a pelear sus guerras. De tanto en tanto regresaba un soldado, de esos que llamaban desertores, venían con cicatrices horrendas o con muñones. Algunos, que sabían algo de la gente de Llanoseco, daba noticias que hacían llorar a las señoras, pero los muertos ajenos no merecían lágrimas. Si antes no pudo irse, pensaba, fue porque era su deber estar con su padre, ahora menos podría partir. Él y los otros treinta chamacos que se habían podido esconder eran todos los hombres que quedaban aparte del cura. Se resignó y comenzó, sin quererlo, a olvidarse de Anita.

Dos años pasaron hasta que volvió a ver a su padre, que regresó nomás para morirse. Don Florencio fue el primero que jamás se enterró en la tierra árida del pueblo. No supieron de qué falleció, pero muchos coincidieron que en sus ojos ya traía la muerte. Mucha más gente fue llegando, y el pueblo creció con refugiados. Tenía dieciséis cuando Fernanda Aparicio entró a Llanoseco por la calle del norte, venían todas a caballo, doña Estela, su madre, y sus hermanas, Karina, Judith y Patricia. Las acompañaba un hombre al que llamaban tío, pero resultó sólo ser el preceptor de las niñas. Domingo las vio irse a la casa de doña Asunción Fierros, la madre de Cristóbal, otro de los muchachos del gallinero con quien tenía buenas migas. Al poco se enteró que Asunción había sido criada en casa de las Aparicio, en San Luis, y como le habían enseñado a escribir, siempre trató de mantener correspondencia con doña Estela, y ahora que el padre se les había muerto, les daba refugio en su Llanoseco. Cuando las Aparicio colgaron su anuncio para enseñar a escribir, él fue el primero en inscribirse al curso. Aprendió a leer y escribir en seis meses. En seis más se casó con la Fernanda. Fernanda nunca fue Ana, pero la amó con resignación. Terminó la revolución y a alguien del gobierno se le ocurrió que un tren pasara por Llanoseco. Mucha más gente llegó y se abrió la primera escuela. Las fiestas del patrono del pueblo, San Roque, comenzaron a atraer gente de los pueblos de los alrededores. Llegaron los hijos, tres hijos nomás. Todos fueron a la escuela y aprendieron a leer. El mayor se fue a la capital a hacerse médico. El segundo, Fabio, se hizo licenciado y dicen que llegó muy alto en el partido, hasta que desapareció. El más joven se metió de sacerdote y se fue a Guadalajara, y de ahí lo mandaron a Zacatecas. Domingo se hizo más abuelo de los hijos de sus sobrinos que de sus nietos nietos, a los que casi nunca veía.

Un rugido en gris profundo devora la trayectoria de la luz, su azul y la tarde toda. Eléctrica y áspera la atmósfera respira acatarrada, el chillido de un ratón, el aullar de los coyotes y el vertiginoso soplo del huracán presagian un carnaval desolador de nubes rechonchas y oscuras. Cesa el soplo y Domingo se hace con el sombrero, por fin.


Las campanas tocan para misa de seis, y puntual el agua visita la casa de Dios, y la tierra, y las lomas y las montañas lejanas. Las piernas chapotean ante esa desconocida y turbia baba en la que se hunden y resbalan. Insospechadas cañadas corren desde lejos, vierten, casi surtidores, una helada corriente de color pardo por la mitad del pueblo. Muchos árboles se doblegan y desde la iglesia la gente reza el fin de la tempestad. Un chiquillo ve, en el pasar la trifulca del agua un sombrero blanco que sólo Dios sabe adónde irá a parar cuando el llano vuelva a secarse.

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